Queridas familias,
¡Feliz y santa Cuaresma!
Un año más nos concede el Señor el precioso regalo de poder iniciar de nuevo la vida, porque eso es la Pascua. La mañana de Pascua, el día de la Resurrección de Cristo, es como si la creación entera naciera de nuevo, limpia, fresca y pura de las manos del Señor, y la Iglesia nos da este tiempo para entrenarnos en esa vida nueva de la mañana de Pascua, para dejar que el amor de Cristo, el amor más grande y más fuerte que la muerte, colme nuestros corazones. De lo que se trata en el tiempo de Cuaresma es, sobre todo, de acoger ese amor y de dejar que ese amor cale en nuestras vidas, en nuestro corazón y en nuestra conducta, de manera que, sencillamente, podamos empezar de nuevo, porque lo que nos da justamente el Nacimiento, y la Pasión, y la Muerte, y la Resurrección de Cristo, y el don de su Espíritu es siempre la posibilidad de empezar de nuevo. Siempre hay una posibilidad de perdón. Y eso, año tras año, la Iglesia, que es Madre, que es Maestra de la vida, nos lo ofrece para que aprendamos a disponernos de nuevo, a no dejar que nos distraigan del amor con que Dios nos ama, que es el único lugar donde los hombres podemos poner nuestra esperanza.
Si os acordáis, el Miércoles de Ceniza, cuando con todo el Colegio comenzábamos este tiempo de Cuaresma, la oración de la misa hablaba del “combate contra las fuerzas del mal”. Ese combate tiene lugar, ante todo, en el corazón de cada uno de nosotros. Y el Evangelio nos ponía en guardia enseñándonos las tres realidades a la que se nos invita a trabajar en este tiempo de cuaresma: oración, ayuno y limosna.
En este tiempo, por tanto, nuestra Madre la Iglesia nos propone un camino de oración. Porque nuestra Relación con el Señor es la más importante de todas y si ésta no se mantiene es imposible que las demás puedan prosperar. Incrementar la vida de oración significa tomarse más en serio nuestra relación con Dios. Escucharle. Escuchar su Palabra. Tomarnos en serio lo que nos dice. Encaminar nuestros pasos según esa Palabra, según el amor que Dios es y que hemos conocido en Jesucristo. Porque lo que tenemos que decirle a Él, ya lo sabe, pero lo que Él tiene que decirnos a nosotros, no lo sabemos y no lo podemos saber si no le escuchamos y dejamos que nos lo explique…, y en ello nos va la Felicidad Eterna.
Nuestra Madre la Iglesia nos propone el ayuno. Ayunar es renunciar a que las cosas nos dominen, renunciar a vivir para la ropa, o a vivir para los bienes de este mundo, o a vivir para la comida, o a vivir para las exquisiteces. Es retomar la conciencia de que somos un pueblo en camino; que nuestro hogar está en el Cielo. Y un pueblo que peregrina vive como se vive en la montaña: se llevan frutos secos para el camino, se lleva lo que es necesario para no cargar demasiado la mochila. El ayuno nos enseña a ser un pueblo que peregrina.
Y en tercer lugar, nuestra Madre la Iglesia nos ofrece también el ejercicio de la limosna. La limosna es ante todo mirar a Jesucristo, “pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se empobreció, para que vosotros con su pobreza os enriquecierais” (2Cor 8, 9). La limosna es una respuesta inmediata y responsable al mandato del Señor “amaos unos a otros como Yo os he amado”. Amaos unos a otros hasta que os duela: si os duele, es buena señal, porque significa que estáis amando. Una limosna que “duele”, es limosna verdadera.
La Iglesia nos invita a que todo eso lo hagamos en secreto, que no llamemos la atención, que no busquemos el reconocimiento de los hombres, que busquemos la verdad de nuestro corazón, frente a las morales del mundo que son todas “cara a la galería”. El cristiano no vive para la galería, vive para Dios. Que el Señor nos enseñe a vivir para Dios, a responder a su llamada, que no es una llamada que disminuye nuestras vidas, sino que las hace capaces de ser lo que estamos llamados a ser. Nos da y nos concede el don de la humanidad verdadera: la de Jesucristo.
Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, nuestra Mater, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.
¡Bendiciones!
P. Borja Hernando
Capellán